"Su vida ha sido muy dura, pero ella tiene las ideas muy claras.
Y cuando la oyes hablar, cómo se expresa, cómo lo cuenta todo, aún impresiona más", advierte Agnès Rotger (Badalona, 1973) de Nadia Ghulam (Kabul, 1985) mientras la esperamos en una cafetería del Eixample. Ambas firman el último premio Prudenci Bertrana,
El secret del meu turbant, que edita Columna en catalán y Planeta en castellano. Rotger, periodista, ha puesto la forma, y Ghulam aporta el fondo, su tremenda peripecia, la de una niña afgana que con ocho años fue víctima de una bomba que le provocó graves quemaduras en todo el cuerpo y la desfiguró, y que con 11, en la época de los talibanes, decidió disfrazarse de hombre para poder trabajar y alimentar a su familia. Su historia la oímos por primera vez hace cuatro años, cuando tras una década manteniendo su falsa identidad masculina, llegó a Barcelona de manos de la asociación Ashda para someterse a una serie de operaciones para reconstruirle el rostro. Un rostro que entonces mantuvo oculto, por miedo a que, difundida su foto por los medios, pudiera ser identificada por aquellos que en su país la conocían como hombre. Ahora, en cambio, ya no teme mostrar su cara. Ha decidido compartir su secreto, dice. De hecho, viene de dar una charla en un colegio. Cuando llega, pide un zumo de naranja.
El libro empieza narrando su infancia, una infancia en un país muy pobre pero que para usted es una infancia normal y feliz.
Yo hasta los 8 años no tenía ningún problema, era la reina de la casa, como todos los niños. Mi padre tenía una vida muy feliz. Trabajaba en el ministerio de salud, era farmacéutico, distribuía las medicinas. Tuve una infancia muy feliz y de pronto todo cambió.
Con la guerra y la bomba.
Cayó una bomba en casa, y me quemé entera y también se quemó la casa, todo lo que teníamos. A mi casa cuando venían visitas se pasaban horas y horas y lo miraban todo porque era como un museo. Mucha gente le pedía a mi padre venir a verla, que los invitáramos. Y todo se quemó. Mis padres me llevaron al hospital y cuando mi padre volvió a casa, le dijeron que no había quedado nada. Ni un pañuelo para mi madre. Nada.
Y después su hermano mayor muere asesinado y su padre pierde la razón. El libro describe un mundo en el que la vida no vale nada, en el que te pueden matar por cualquier cosa.
La vida cambia. Cuando no hay guerra, tú no matas ni una hormiga. Pero en la guerra, pasa por aquí una persona, la matan y no pasa nada. Durante la guerra civil, murieron más de 65.000 personas en muy poco tiempo. Murió mucha gente, y se destruyeron todas las casas.
Y las vidas de la gente, de los supervivientes.
Claro. Después de la guerra, ¿como puede vivir la gente? No es fácil. Mira, tú tienes un vaso y se te rompe y te apena porque te gustaba mucho. Así que imagínate si lo que pierdes de golpe es tu casa y todas tus cosas, y ya no tienes nada. Aquí tenemos de todo y no lo valoramos, pero cuando no tienes de nada, nada de lo que necesitas, ¿como te las apañas? No te lo puedes ni imaginar. Yo era pequeña, pero recuerdo nuestros juguetes, nuestra habitación... Es muy, muy duro.
Con 11 años, tras la muerte de su hermano, toma la decisión de adoptar su identidad porque ve que no hay otra solución para poder trabajar y sobrevivir.
Fue la primera idea que me vino a la cabeza: si no podemos trabajar, ¿qué hacemos? Yo he cogido muchas cosas de mi madre, y mi madre es una mujer muy valiente, nunca le ha gustado tener que pedir nada. Nunca. Siempre decía: ‘Si una persona quiere, puede hacer algo, ¿por qué nosotros no?’ Y cuando decidí vestirme como un hombre lo que pensé fue eso: si un hombre puede trabajar, ¿por qué yo no? ¿Por qué me voy a quedar como una víctima en casa o pedir caridad, si puedo trabajar?
Y se pasó 10 años disfrazada de hombre. ¿Se imaginaba que tendría que mantener esta identidad tanto tiempo?
La verdad es que cuando tomé la decisión no pensaba que llegaría a los 25 años, pensaba que viviría sólo unos pocos años, pero que mientras viviera, así podría hacer algo por mi madre, porque ella me ha dado mucho. Todos los niños nacen una vez, y las madres sufren en el parto. Y mi madre ha sufrido ese dolor dos veces: cuando nací y cuando me quemé, y me dio dos veces la vida. Porque nadie creía que Nadia se curaría. Y los médicos decían que si me curaba, sería una persona loca. Nadie creía que yo sería capaz un día de estudiar, o de hacer una entrevista como ésta. Porque yo estaba muy quemada, y un trozo de la bomba me abrió la cabeza. Pero mi madre sí creyó que yo saldría de ahí. Así que luego yo pensaba que la poca vida que tuviera, sería para ayudarla. Aunque me quedara poco tiempo, porque yo estaba muy cansada, y con mucho dolor. No es fácil, eh. Tú te quemas un trocito del dedo y ¿cómo quema, cómo duele? Pues imagina una persona que se quema el 50 o 60% del cuerpo. ¿Cómo puede aguantar una niña pequeña? Así que pensé: vida no tengo, así que da igual que vaya vestida de hombre o de mujer. Pero no imaginaba que llegaría un día a Barcelona, que escribiría un libro y que mi vida le podría interesar a la gente.
Cuando ya llevaba cinco años haciéndose pasar por hombre, cayeron los talibanes y se eliminó la prohibición que impedía a las mujeres trabajar, pero usted se dio cuenta de que no era tan fácil recuperar su identidad femenina de nuevo y siguió igual.
Porque en realidad los talibanes no se fueron. Los americanos vienen y se van. Pero los talibanes no eran extranjeros, no venían de fuera. Los mismos que antes eran muyahidines, después son talibanes y ahora son del régimen de Karzai. Todo es igual, son la misma gente, mis vecinos. Imagina que después de cinco años le digo a mis vecinos: ‘Mira, como tu me decías que eras talibán, yo te decía que era un hombre, y ahora cambiaremos y ya está’. No podía hacerlo.
Pero a partir de entonces hay ámbitos, la escuela, por ejemplo, en los que ya se sabe que es una mujer, y en otros no. Mantiene una doble vida.
Si no fuera por los estudios, no habría hecho esa doble vida. Pero me interesaban mucho mis estudios. Para mí, era estudiar o morir. Así que decidí volver a arriesgar mi vida.
Porque usted estaba convencida de que si la descubrían, su vida podía correr peligro.
Sí, pero es que la vida para mi significaba ser libre. Si no soy libre, estoy encerrada, como lo estaría metida en una caja en el cementerio. Si a mi me encerraban en casa sin salir, prefería la muerte. Con los talibanes, podía ser libre para trabajar y estudiar vestida de chico. Y como luego no me daban un certificado para estudiar como chico, tuve que cambiar otra vez para mantener mi libertad. Porque yo sabía que si estudiaba podría conseguir lo que yo quisiera. Así que decidí estudiar aunque me costara la vida.
Dice que encontró gente que la ayudó, pero también que muchos después esperaban algo a cambio.
Ésa es la vida de una víctima. Siempre pasa. Hay mucha gente que te ayuda, pero hay algunas de esas personas que, sin que tú lo sepas, esperan algo de ti. Y como yo no era una persona independiente, sino dependiente de otros, era muy fácil que la gente se pudiera aprovechar de mí. Yo siempre he tenido mis ideas muy claras, pero si no eres independiente, no puedes aplicarlas, ni sobre tu vida. Si yo trabajo en el campo y veo que el hijo del jefe no hace las cosas bien, no puedo decirle que no es justo que acabe de llenar un saco de patatas con piedras y luego lo venda. No puedo decírselo porque soy su empleada. Y eso mismo pasó cuando mi país cambió, cuando vinieron los occidentales. Recibía ayudas de ellos, pero a veces no podía decirles: ‘Lo que me recomiendas no me gusta, yo quiero hacer otra cosa’. Tenía que hacer siempre lo que me pedían para recibir alguna ayuda.
O hacerles creer que lo hacía, al menos.
Es que muchos extranjeros no entienden y nunca entenderán una cosa. En mi país, los invitados son sagrados, enviados de los dioses, y para mí sobre todo, porque yo soy muy creyente, y estas personas llegaban y me pedían venir a mi casa. A una persona de allí, si me pide venir a casa yo le pido que nos de algo, porque somos muy pobres, pero a los extranjeros no. Yo les pedía el taxi, los llevaba a casa, les hacía la comida y mi madre estaba todo el tiempo pendiente de ellos. A mi me han entrevistado no uno, sino 5.000 periodistas, y a ninguno que ha venido a casa le he pedido ni un euro. ¿Por qué? Porque yo era pobre, pero para mí los invitados son sagrados. Pero yo fui honesta con ellos y algunos luego se aprovecharon y no lo fueron conmigo. Ha habido gente que me ha hecho fotos diciendo que eran para ellos o para enseñárselas a sus amigos, y luego las ha vendido por dinero. Y yo de todo eso no tenía ni idea. Yo era una persona del campo, una campesina. Nosotros no tenemos contratos para todo como los que tenéis aquí. Allí te dice tu jefe que mañana te sube el sueldo y ya está. Aquí todo se hace con contratos, abogados... y allí no conocen la palabra abogado. Todo es muy simple. Así que te fiabas y ya está. Pero muchos de los que venían de fuera eran muy desconfiados, y cada palabra que les decías pensaban era una mentira para que te ayudaran.
¿Habla de los periodistas o de las ONG?
De todos los extranjeros que llegaban a mi país: periodistas, cooperantes... Y aquí también lo oigo mucho, mucha gente dice de los extranjeros: ‘Vigila mucho con éstos, porque tienen tela’. Van con mucha desconfianza, y les estás explicando algo que es verdad y no se lo creen. Eso me ha pasado muchas veces.
¿No encontró a nadie que sospechara nada en todo el tiempo que se hizo pasar por un hombre?
Bueno, yo estaba muy pendiente todo el tiempo para evitar que me descubrieran, y era fácil. Por ejemplo, si veía a un grupo hablando bajito y pensaba que podrían estar hablando de mi, o que podían sospechar algo, hacía algo para demostrar que era un hombre, algo que nunca podrían pensar que hiciera una mujer afgana. Por ejemplo, llegar y decirles: ‘Mirad, tíos, os cuento un secreto: he visto en la calle a una chica que me ha gustado mucho, y tenía muchas ganas de besarla’. Y claro, una mujer nunca haría ese comentario, en mi país eso es imposible. Además, desde que se nos quemó la casa, aunque no nos moviéramos de Kabul, cambiábamos mucho de barrio, no teníamos una residencia fija.
¿Y en el círculo de amigos que hizo con su identidad masculina, no cree que alguien podía sospechar? Porque usted explica que se enamoró de un chico, que luego falleció, y que sentía que de algún modo él le correspondía, que se sentía especialmente bien al estar con usted. ¿No cree que quizá él intuía algo?
No. Me querían, eso sí, pero no sabían que yo era una chica. En 2008, cuando yo ya estaba en Barcelona, uno de esos amigos se enteró, y lo primero que hizo fue preguntarme: ‘¿Seguro que no tenías un hermano? Es que, tío –porque aún me llama tío-, no me lo puedo creer. ¿Pero cómo lo hacías?’. Porque a veces me había pedido que lo acompañara hasta casa para no ir solo, porque le daba miedo. Y ahora me pregunta si yo no tenía miedo. Pues no. Y él me dice: ‘Pues no me puedo creer que una chica me haya tenido que acompañar porque tenía miedo. ¡Qué vergüenza!’
¿Es el único con el que ha vuelto a tener contacto de ese círculo de amigos?
Tengo contacto con todos, pero por correo electrónico. El amigo que descubrió mi secreto no lo supo por mí. En 2008, en la televisión de Afganistán sacaron fotos de víctimas de guerra, y él vio una de una chica que luego comentó con todos porque se parecía mucho a mí. Le dijeron que no podía ser, pero él me lo preguntó. La primera vez le pregunté: ‘¿Tú qué crees, que la de la foto soy yo?’. Y como me dijo que no, le dije: ‘Pues ya está’. Pero al cabo de unos días, insistió, porque decía que los ojos se parecían mucho, y al final, como tenía mucha confianza con él, le dije que sí, que era yo. No sé si la de la foto era yo, porque no la he visto y no recuerdo si me hicieron alguna, pero le conté la verdad.
¿Y se lo ha dicho a los demás?
Yo le pedí que no se lo contara a nadie, pero no sé. Pero tengo amigos que seguro que no lo saben, porque estamos en contacto y algunos comentarios que me hacen son una prueba de que no tienen ni idea de quien soy.
¿Cuando vuelve a Afganistán a visitar a su familia, vuelve como una mujer?
Sí, pero no puedo ver a mis amigos. Ahora cuando estoy en Afganistán voy muy tapada, con un niqab, y hasta me pongo gafas de sol para que no me conozcan por los ojos, y sólo tengo relación con mi familia.
¿Cada cuánto visita a su familia?
Voy cuando puedo. Hasta ahora he ido cuatro veces. A partir de ahora, creo que iré una o dos veces al año, al menos hasta que acabe mis estudios.
¿Su vida a partir de ahora estará aquí, o volverá a Afganistán?
Mi vida no sé cómo está. Hasta ahora no he sabido adónde me llevaba la vida, porque creo mucho en el destino, pero trabajaré entre esos dos mundos: mi país y Catalunya. Porque en Afganistán tengo mi familia pero aquí también, la familia que me ha acogido. Ahora tengo dos familias.
Dice que cree en el destino, pero su destino lo ha cambiado usted.
No, es que a veces aunque no quieras cambiarlo, cambia.
Pero usted ha tenido que echarle mucha voluntad para llegar hasta aquí.
No, yo no pongo voluntad. El destino me obliga a hacerlo. El destino me dice: ‘Hoy tendrás que ir a hacer una entrevista y te tomarás un zumo de naranja’. Y yo cojo corriendo un taxi para llegar.
¿La adaptación a la vida aquí ha sido muy dura desde que llegó?
Es que es otro mundo para mí. He tenido mucha suerte con mi familia de acogida, porque me han ayudado mucho, y a mi aún me cuesta mucho entender cómo funcionan muchas cosas en este mundo, pero lo estoy haciendo lo mejor que puedo para comprender. Pero claro, si tú fueras a mi país, también te costaría.
¿Ahora qué está haciendo, a qué se dedica?
Estoy estudiando un ciclo formativo de integración social, y hago algunas actividades en Casa Asia. No tengo es un trabajo fijo, pero voy haciendo cosas.
¿Qué efecto le provoca ver ahora su historia explicada en este libro?
Bueno, yo digo que hasta ahora tenía un secreto, y que ahora comparto mi secreto con todo el mundo. Así que ya no tengo nada que guardar. Todo el mundo lo sabrá. Ahora ya depende de la gente, de cómo intérprete mi secreto.
¿Qué hará con su parte de los 42.000 euros del premio?
Pues ayudar a mi familia. Y como no trabajaba, será como un sueldo.